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lunes, 24 de marzo de 2008

Semana chanta

Esto de ser freelance es una gran mentira. Soy una slavelance. Algo de cierto hay en que uno maneja su tiempo... como si tal cosa existiera... Pero visto y considerando, mi manera de hacerlo es desastrosa, o más bien, caprichosa. Como ahora, que debería estar trabajando y sin embargo estoy escribiendo acá, en este diarioide, o como quiera llamarse, con la esperanza de que alguien quiera leerlo. El tiempo mismo es caprichoso, a veces un día signa una eternidad, mientras que los años se acumulan como segundos nomás. Elemental.
En retribución a mi esclavitud veraniega, nada de playa, ni de montañas, ni pelopinchos, decidí que los días de semana santa, después de tanta traducción bíblica, merecían mi reposo absoluto.
Es así que comencé el jueves yendo a tomar algo de sol y a terminar de leer Sangre de amor correspondido de Puig a una placita por Palermo.
La tarde se había llenado de voces de chicos, de una guitarra lejana y del Josemar diciendo sus últimas palabras. Fin del libro, principio de mi siesta. Hasta que una voz, casi en un susurro anarcotizado, que iba vendiendo unos almanaques a las chicas que me rodeaban, fue en aumento según se acercaba, y se hizo corpórea con el cartón que se clavó en mi yugular.
_Flaco, respetá. Estoy descansando. Gracias, pero no quiero un almanaque ahora.
_Uy, no seas malita...
Cerré los ojos nuevamente.
Habrían pasado dos minutos cuando oí una voz masculina que le gritaba al vendedor que se fuera a punguear a otro lado. Que acá estamos en Palermo viejo, loco... Rajá o te cago a trompadas, eh! Y de un sopapo lo tiró al piso.
Yo ya me había incorporado y puesto las gafas.
El pibe, más camandulero y narcotizado que herido, dio unos pasos trastabillando y se tiró al piso, a los pies de unas viejas. Estas, preocupadas porque había dejado tumbado el saco de huesos cerca de ellas, presentaron en un grito su queja al auto nombrado Defensor de la plaza. Algunas madres ya habían empezado a alejar a sus chicos de ahí cuando el Defensor empezó su arenga de morador vitalicio de esa plaza y a medida que se acercaba amenazaba al pibe con molerlo a palos si no se paraba y se iba, repitiendo que estábamos en Plermo viejo, como si hubiera algún sitio de esta ciudad libre de gente que pide o vende o fume paco.
Noté que el Defensor y su grupo ya iban por el segundo tetra de vino (al menos) y de golpe, como si el calor hubiera saturado la térmica de la razón, de apacible vacacionera, salté como resorte para tomar parte en el asunto. En un segundo me vi parada al lado del Defensor. Lo insté a que se mandara a mudar. Nadie necesitaba semejante agresión. Me contestó que el punga estaba robando y molestando, lo cual era mentira. El que estaba molestando y rompiendo la tranquilidad era él, atemorizando a todos con una gran paliza. Me temblaron las piernas. Pero dio resultado. Mansito se volvió a su esquina y la arenga empezó contra mi: "Morocha, buscate un hombre..." y no sé qué otras cosas dijo, ya ni recuerdo porque del pavor sólo atiné a contestarle una guarrada y me senté en mi mantita simulando coraje y tranquilidad.
Fui blanco de insultos por un rato más, que dejaron en claro mi falta de compañía masculina. Rápidamente la plaza retomó el ritmo del feriado y mis latidos, el ritmo del arrepentimiento. Estaba completamente sola, ni un comentario ni una mirada de apoyo. ¿Cómo me iba de ahí? ¿Podría escabullirme sana y salva? Al rato vi que el pibe vendedor se iba.
No pude recostarme nuevamente. Con el rabillo del ojo medía el momento más oportuno para mi partida. Con impotencia y bronca no tanto por mi descanso trunco como por mi estúpida intervención, estaba dispuesta a irme cuando un alma caritativa o curiosa se apiadó de mí y vino a mi lado. Sí, por suerte era un alma masculina. Ya no era necesaria mi partida. En un principio, como en una especie de trance de revancha, sentí que estaba callando a aquel bocón. Después, la charla fue fluyendo y la presencia amenzadora del bocón a mis espaldas se esfumó, como las sombras proyectadas por el sol de la tarde que iba cayendo detrás de los árboles e iluminaba de naranja los ojos azules de mi compañía.

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