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martes, 25 de marzo de 2008

LOCA..lidad

El periplo dura alrededor de hora y media.
Comienza con la larga espera del perezoso 188, que me deposita en la multitudinaria estación Once.
El viaje en tren es, sin ironía, balsámico.
Ir dejando la gran ciudad atrás, escuchar los discursos cada vez más elocuentes de los vendedores, leer...leer... leer.
La parte que más me gusta es de Haedo a Morón, no sé por qué...


Camino a la casa de los viejos...



La tranquilidad del domingo y el olor a asado que sobrevuela las cuadras

Y llegar. Esta es mi calle. No lo ven. Pero a la izquierda está Tobi, esperándome en la reja... como si escuchara mis pasos desde la estación.

(tuve que incluirlo, ¿cómo elipsar esta mirada...?)

lunes, 24 de marzo de 2008

Semana chanta

Esto de ser freelance es una gran mentira. Soy una slavelance. Algo de cierto hay en que uno maneja su tiempo... como si tal cosa existiera... Pero visto y considerando, mi manera de hacerlo es desastrosa, o más bien, caprichosa. Como ahora, que debería estar trabajando y sin embargo estoy escribiendo acá, en este diarioide, o como quiera llamarse, con la esperanza de que alguien quiera leerlo. El tiempo mismo es caprichoso, a veces un día signa una eternidad, mientras que los años se acumulan como segundos nomás. Elemental.
En retribución a mi esclavitud veraniega, nada de playa, ni de montañas, ni pelopinchos, decidí que los días de semana santa, después de tanta traducción bíblica, merecían mi reposo absoluto.
Es así que comencé el jueves yendo a tomar algo de sol y a terminar de leer Sangre de amor correspondido de Puig a una placita por Palermo.
La tarde se había llenado de voces de chicos, de una guitarra lejana y del Josemar diciendo sus últimas palabras. Fin del libro, principio de mi siesta. Hasta que una voz, casi en un susurro anarcotizado, que iba vendiendo unos almanaques a las chicas que me rodeaban, fue en aumento según se acercaba, y se hizo corpórea con el cartón que se clavó en mi yugular.
_Flaco, respetá. Estoy descansando. Gracias, pero no quiero un almanaque ahora.
_Uy, no seas malita...
Cerré los ojos nuevamente.
Habrían pasado dos minutos cuando oí una voz masculina que le gritaba al vendedor que se fuera a punguear a otro lado. Que acá estamos en Palermo viejo, loco... Rajá o te cago a trompadas, eh! Y de un sopapo lo tiró al piso.
Yo ya me había incorporado y puesto las gafas.
El pibe, más camandulero y narcotizado que herido, dio unos pasos trastabillando y se tiró al piso, a los pies de unas viejas. Estas, preocupadas porque había dejado tumbado el saco de huesos cerca de ellas, presentaron en un grito su queja al auto nombrado Defensor de la plaza. Algunas madres ya habían empezado a alejar a sus chicos de ahí cuando el Defensor empezó su arenga de morador vitalicio de esa plaza y a medida que se acercaba amenazaba al pibe con molerlo a palos si no se paraba y se iba, repitiendo que estábamos en Plermo viejo, como si hubiera algún sitio de esta ciudad libre de gente que pide o vende o fume paco.
Noté que el Defensor y su grupo ya iban por el segundo tetra de vino (al menos) y de golpe, como si el calor hubiera saturado la térmica de la razón, de apacible vacacionera, salté como resorte para tomar parte en el asunto. En un segundo me vi parada al lado del Defensor. Lo insté a que se mandara a mudar. Nadie necesitaba semejante agresión. Me contestó que el punga estaba robando y molestando, lo cual era mentira. El que estaba molestando y rompiendo la tranquilidad era él, atemorizando a todos con una gran paliza. Me temblaron las piernas. Pero dio resultado. Mansito se volvió a su esquina y la arenga empezó contra mi: "Morocha, buscate un hombre..." y no sé qué otras cosas dijo, ya ni recuerdo porque del pavor sólo atiné a contestarle una guarrada y me senté en mi mantita simulando coraje y tranquilidad.
Fui blanco de insultos por un rato más, que dejaron en claro mi falta de compañía masculina. Rápidamente la plaza retomó el ritmo del feriado y mis latidos, el ritmo del arrepentimiento. Estaba completamente sola, ni un comentario ni una mirada de apoyo. ¿Cómo me iba de ahí? ¿Podría escabullirme sana y salva? Al rato vi que el pibe vendedor se iba.
No pude recostarme nuevamente. Con el rabillo del ojo medía el momento más oportuno para mi partida. Con impotencia y bronca no tanto por mi descanso trunco como por mi estúpida intervención, estaba dispuesta a irme cuando un alma caritativa o curiosa se apiadó de mí y vino a mi lado. Sí, por suerte era un alma masculina. Ya no era necesaria mi partida. En un principio, como en una especie de trance de revancha, sentí que estaba callando a aquel bocón. Después, la charla fue fluyendo y la presencia amenzadora del bocón a mis espaldas se esfumó, como las sombras proyectadas por el sol de la tarde que iba cayendo detrás de los árboles e iluminaba de naranja los ojos azules de mi compañía.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Caninos dañinos


Amo a los perros, instintivamente. Es un sentimiento genuino e incontrolable, incluso los perros más feos me despiertan la más profunda ternura. Hasta he llegado a justificar, entender y perdonar a aquella jauría de perros hambrientos que una madrugada, después de haber seguido de largo hasta Moreno, última estación en el último tren, dormida y ebria, me corrieron desde la comisaría hasta mi casa de Ituzaingó mostrándome todos los dientes. Me salvé porque sólo fueron tres cuadras de carrera contra la muerte.
Después de Bruno VII, mi hermano legó a la casa de mis padres a Tobi, también llamado Baguira Panther, Cachapito, Vito Nervio y más recientemente Dañino. Tobi es, sin dudas, un primor. Pero también un destructor. Ya carga con unas cuantas cosas en su haber, se llegó a comer una botella de vidrio. Increíble, ¿no? pero real (como diría Palance). Mi hermano aún guarda un pedazo como prueba de la inverosímil fechoría, sin contar unas zapatillas de mi cuñada, la goma del lavarropas, el piso flotante, el guardabarros del auto del viejo, los zapatos sin estrenar de la vieja y todas, absolutamente todas, sus preciadas plantas (de raíz), además de los adoquines de la entrada, que los saca y los mastica como si fueran un hueso .
Yo venía invicta, por la ausencia de convivencia. Hasta la fatídica tarde de este último domingo, que se me ocurrió dejar un billete de $100 arriba de la mesita de al lado del sillón donde plácidamente miraba la tele. La peor ocurrencia fue haberle dado unos minutos antes un pedazo de cáscara de limón. Es que no le basta con poner su mejor cara lastimera sobre la falda, si no recibe algo de lo que los comensales disfrutan, Tobi no para de ladrar. Y hay que escuchar sus potentes ladridos púberes. Fue por eso que le compartí, no sin malicia, un pedazo de limón. Pero Tobi es infatigable. Esperó a que me echara a la modorra televisiva para convertir la cáscara en juguete. Vino, la puso en mi mano y empezó nuevamente a ladrar. A pesar del orgullo que me provocó su gesto (yo le enseñé a dejar la pelota en la mano para luego tirársela y que él la traiga) con mi más imprudente indiferencia la puse sobre la mesa, justo al lado del billete. La modorra se ve que era potente, porque ni recuerdo qué pasaba en el televisor, cuando la estupidez de pelaje negro se me tiró encima con un pedazo de billete asomando por su devastador hocico.
Debe ser por este amor zonzo que no lo maté de un golpe, o porque era domingo y había sol, o porque cuando le grité, se puso solo en penitencia, con la cabeza gacha sobre mis pies. Pude rescatar una mísera punta que había dejado debajo de la mesa, el resto indudablemente lo tenía en su estómago.
Afortunadamente las madres siempre tienen una palabra de aliento. Ella me dio la idea de ir al banco a probar suerte y ver si me lo cambiaban.
Recién hoy, miércoles, la curiosidad (y la necesidad) vencieron el rechazo que me provocan los bancos y me decidí a entregarme a la devastadora odisea de meterme en el microcentro, rumbo al banco central.
Mucho calor en el subte, mucha gente, muchos autos, mucho todo en la ciudad. No puedo negar que Tobi había despertado para entonces mis instintos más oscuros. Sin tan sólo hubiera jugado un rato, me hubiera ahorrado toda esta gran pérdida de tiempo. Se había vengado... no imposible pensar eso de Baguira. Llegué al banco, nadie en la ventanilla. Después de un rato, y de llamar a alguien golpeando los barrotes con una birome que había ahí, atada de una piola, cual presa esperando la vianda, se acercó gentilmente un hombre que era sordo y era mudo. No fue difícil hacerme entender. El hombre midió el billete en una tablita e inmediatamente me dio uno nuevo, flamante, sano y salvo. Mi alboroto y mi sonrisa bastaron como despedida. El retorno a mi hogar iba a ser lo más rápido posible si no me hubiera topado en el camino con los empleados bancarios, que reclamaban por su aumento del 30%, si no hubiera visto a ese perro, el más zabandija y callejero, que iba derecho a agarrarse el petardo que habían prendido. Imposible seguir de largo indiferente. Entre las banderas y los bombos, logré llegar antes que él y advertir a los hombres. El zabandija salió corriendo a acurrucarse entre otras piernas. Cuando explotó, corrió a agarrarse su juguete. Así son los caninos, adorables y dañinos.