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miércoles, 19 de marzo de 2008

Caninos dañinos


Amo a los perros, instintivamente. Es un sentimiento genuino e incontrolable, incluso los perros más feos me despiertan la más profunda ternura. Hasta he llegado a justificar, entender y perdonar a aquella jauría de perros hambrientos que una madrugada, después de haber seguido de largo hasta Moreno, última estación en el último tren, dormida y ebria, me corrieron desde la comisaría hasta mi casa de Ituzaingó mostrándome todos los dientes. Me salvé porque sólo fueron tres cuadras de carrera contra la muerte.
Después de Bruno VII, mi hermano legó a la casa de mis padres a Tobi, también llamado Baguira Panther, Cachapito, Vito Nervio y más recientemente Dañino. Tobi es, sin dudas, un primor. Pero también un destructor. Ya carga con unas cuantas cosas en su haber, se llegó a comer una botella de vidrio. Increíble, ¿no? pero real (como diría Palance). Mi hermano aún guarda un pedazo como prueba de la inverosímil fechoría, sin contar unas zapatillas de mi cuñada, la goma del lavarropas, el piso flotante, el guardabarros del auto del viejo, los zapatos sin estrenar de la vieja y todas, absolutamente todas, sus preciadas plantas (de raíz), además de los adoquines de la entrada, que los saca y los mastica como si fueran un hueso .
Yo venía invicta, por la ausencia de convivencia. Hasta la fatídica tarde de este último domingo, que se me ocurrió dejar un billete de $100 arriba de la mesita de al lado del sillón donde plácidamente miraba la tele. La peor ocurrencia fue haberle dado unos minutos antes un pedazo de cáscara de limón. Es que no le basta con poner su mejor cara lastimera sobre la falda, si no recibe algo de lo que los comensales disfrutan, Tobi no para de ladrar. Y hay que escuchar sus potentes ladridos púberes. Fue por eso que le compartí, no sin malicia, un pedazo de limón. Pero Tobi es infatigable. Esperó a que me echara a la modorra televisiva para convertir la cáscara en juguete. Vino, la puso en mi mano y empezó nuevamente a ladrar. A pesar del orgullo que me provocó su gesto (yo le enseñé a dejar la pelota en la mano para luego tirársela y que él la traiga) con mi más imprudente indiferencia la puse sobre la mesa, justo al lado del billete. La modorra se ve que era potente, porque ni recuerdo qué pasaba en el televisor, cuando la estupidez de pelaje negro se me tiró encima con un pedazo de billete asomando por su devastador hocico.
Debe ser por este amor zonzo que no lo maté de un golpe, o porque era domingo y había sol, o porque cuando le grité, se puso solo en penitencia, con la cabeza gacha sobre mis pies. Pude rescatar una mísera punta que había dejado debajo de la mesa, el resto indudablemente lo tenía en su estómago.
Afortunadamente las madres siempre tienen una palabra de aliento. Ella me dio la idea de ir al banco a probar suerte y ver si me lo cambiaban.
Recién hoy, miércoles, la curiosidad (y la necesidad) vencieron el rechazo que me provocan los bancos y me decidí a entregarme a la devastadora odisea de meterme en el microcentro, rumbo al banco central.
Mucho calor en el subte, mucha gente, muchos autos, mucho todo en la ciudad. No puedo negar que Tobi había despertado para entonces mis instintos más oscuros. Sin tan sólo hubiera jugado un rato, me hubiera ahorrado toda esta gran pérdida de tiempo. Se había vengado... no imposible pensar eso de Baguira. Llegué al banco, nadie en la ventanilla. Después de un rato, y de llamar a alguien golpeando los barrotes con una birome que había ahí, atada de una piola, cual presa esperando la vianda, se acercó gentilmente un hombre que era sordo y era mudo. No fue difícil hacerme entender. El hombre midió el billete en una tablita e inmediatamente me dio uno nuevo, flamante, sano y salvo. Mi alboroto y mi sonrisa bastaron como despedida. El retorno a mi hogar iba a ser lo más rápido posible si no me hubiera topado en el camino con los empleados bancarios, que reclamaban por su aumento del 30%, si no hubiera visto a ese perro, el más zabandija y callejero, que iba derecho a agarrarse el petardo que habían prendido. Imposible seguir de largo indiferente. Entre las banderas y los bombos, logré llegar antes que él y advertir a los hombres. El zabandija salió corriendo a acurrucarse entre otras piernas. Cuando explotó, corrió a agarrarse su juguete. Así son los caninos, adorables y dañinos.

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